
Por Rafa Cruz
Llegó otra vez la temporada de los informes de gobierno, ese ritual donde la autoridad se sube al escenario a decirnos -con absoluta seriedad y cero pudor-, que vivimos en un paraíso que nadie ha visto, que todo marcha de maravilla y que, si usted no lo nota, debe ser porque no aplaude lo suficiente.
Es la única fecha del año donde el gobierno se comporta como celebridad: luces, alfombra, producción, guion, público pagado… perdón, público invitado.
Porque ya sabemos: sin acarreo, ni el 10% de la familia del funcionario va al evento.
El informe: cuando la realidad estorba
No falta el momento estelar donde se presume: Obras que nadie ubica; Programas que nadie recibió; Beneficios que nadie vio y Progreso que nadie detectó.
La magia del informe está en convertir baches en “retos”, fugas de agua en “acciones en proceso”, inseguridad en “percepción” y el abandono laboral en “compromiso con el capital humano”.
Pura alquimia política.
El acarreo: la verdadera logística institucional. Camiones, listas, tortas, refresco y la orden que todos entienden: “No se me muevan hasta que aplaudan”.
Ahí están los trabajadores obligados a ir “voluntariamente”, los beneficiarios que “decidieron” asistir y los operadores cuidando que nadie escape antes de que termine el show.
Qué ironía: el gobierno presume participación ciudadana y la ciudadanía presume que no le quedó de otra. Pan y circo… pero sin pan para los trabajadores.
Mientras el escenario reluce, los trabajadores siguen con: Salarios sin dignificar; Contratos que parecen chiste; Cargas de trabajo imposibles; Derechos laborales que se respetan… sólo en el discurso del informe.
Pero tranquilos: este año, sí se invirtió en lo importante.
En pantallas LED de 10 metros y en un audio que haría llorar a cualquier festival de música. Eso también es progreso, ¿no?
¿Cuánto cuesta el show?
Nadie lo dice, pero todos lo saben: los informes cuestan millones. Entre producción, impresión, propaganda disfrazada de “rendición de cuentas”, renta de sillas, templetes, alimentación, seguridad, operadores… El informe solo tiene una cosa realmente transparente: lo caro que sale. Y mientras tanto, las calles siguen oscuras, el agua no llega, el transporte es un infierno y los servicios públicos parecen reliquias arqueológicas.
Méritos inflados, resultados desinflados.
Los informes son como esas fotos de Instagram: perfectos, iluminados, editados, filtrados… y completamente alejados de la vida real. La diferencia es que los influencers no te cobran impuestos por posar. Aquí sí: la gente paga el circo, pero nunca es invitada a decidir el espectáculo.
Conclusión: en el informe todo mejora… menos la vida de la gente. Si los informes reflejaran la realidad, duraran cinco minutos: “Señores, hicimos poco, faltó mucho, y la gente merece más”. Pero no.
Se prefiere una hora de aplausos automáticos, cifras infladas y el clásico final heroico: “Seguiremos trabajando por ustedes”. El público aplaude. Los funcionarios sonríen. Las pantallas se apagan. Y al día siguiente, las calles siguen igual. O peor. Pero eso sí: ¡qué bonito quedó el informe! Lástima que lo único que no informa… es la verdad.
